Ma nuit chez Maud (Mi noche con Maud)
Donde el corazón y sus razones sucumben ante las afinidades electivas

País: Francia
Año: 1969
Dirección: Éric Rohmer
Guion: Éric Rohmer
Título original: Ma nuit chez Maud
Género: Drama, Romance
Productora: Les Films du Losange
Fotografía: Néstor Almendros
Edición: Cécile Decugis
Música: W.A. Mozart
Reparto: Jean-Louis Trintignant, Françoise Fabian, Marie-Christine Barrault, Antoine Vitez, Leonid Kogan
Duración: 105 minutos

País: Francia
Año: 1969
Dirección: Éric Rohmer
Guion: Éric Rohmer
Título original: Ma nuit chez Maud
Género: Drama, Romance
Productora: Les Films du Losange
Fotografía: Néstor Almendros
Edición: Cécile Decugis
Música: W.A. Mozart
Reparto: Jean-Louis Trintignant, Françoise Fabian, Marie-Christine Barrault, Antoine Vitez, Leonid Kogan
Duración: 105 minutos

Un hombre conoce a una mujer. Cautivado mientras la busca, se enamora de una segunda. El sentido de su vida determinará la elección. Son los genuinos Cuentos morales de Rohmer.

Nuestras vidas discurren, no es nada nuevo ni original, por senderos dispares, unos más o menos previstos o entrevistos, otros que nos salen al encuentro y nos cambian la dirección, el sentido, los lugares, los plazos. Una sucesión o combinación, si prefieren, de propósitos y despropósitos, al albur del azar y la necesidad (dúo a veces cómplice, otras, desde luego no tanto, o nadie lo diría; en ocasiones, enconados rivales). Pero además de la vida en sí —cuerpo, alma o similar—, relaciones, somos en relación.   

Hay paisajes, objetos, véase libros, pinturas, que raramente forman parte del canon, que no vamos buscando: salen a nuestro paso sin motivos aparentes y, sin saber muy bien por qué, resultan decisivos y cambian o contribuyen a cambiar nuestro modo de pensar, las prioridades, las rutas a seguir, las compañías de viaje o su ausencia, en ocasiones, nuestra vida. También películas, unas cuantas, aunque a este respecto, ahora yo solo voy a mencionar una, Ma nuit chez Maud (Mi noche con Maud) (Éric Rohmer, 1969), que de forma admirable en algo menos de dos horas plantea y resuelve una encrucijada vital de los protagonistas —como tantas otras, dirán ustedes, no sin razón—. Yo, ser influenciable ya por entonces, quedé fascinado por la peripecia que nos cuenta y, de alguna manera, con menos años, menos urgencia, menos determinación, obviamente menos atractivos, etc., hice mías las consideraciones y dudas del personaje que encarna Jean-Louis Trintignant, llamado también Jean Louis, y calibré que llegado el caso, y salvando todas las distancias y abismos, a buen seguro tomaría parecida decisión. Vana ilusión, todavía no se había extendido ese tópico bien sagaz de que de nada vale y no es conveniente anticipar. Curiosamente, poco después de conocer la película, obré en sentido contrario al de mi referente cinematográfico, claro que yo era un adolescente empeñado en vivir episodios llamémosles iniciáticos como los que envolvían a los héroes de los libros a mi alcance, muchos y buenos. Un joven universitario apenas llegado a una facultad de prestigio —permítanme el exceso—, afrancesado y, por aquel entonces, destinado a vivir en el país vecino; país por así decirlo, al margen de los mapas, mucho más alejado que ahora, omito ejemplos, aunque con ganas me quedo. Reseñar, eso sí, que había que atravesar una frontera, pasaporte en mano etc., y sin solución de continuidad, ¡qué cosas!, el visitante comenzaba a respirar aire libre.

Hay paisajes, objetos, véase libros, pinturas, que raramente forman parte del canon, que no vamos buscando: salen a nuestro paso sin motivos aparentes y, sin saber muy bien por qué, resultan decisivos y cambian o contribuyen a cambiar nuestro modo de pensar, las prioridades, las rutas a seguir, las compañías de viaje o su ausencia, en ocasiones, nuestra vida.

Cierto, los diecisiete no son años para escoger una compañera de vida y afanes, menos aún si ésta en apariencia reúne los requisitos que de modo inevitable procuran una vida confortable, una posición sólida sin exagerar, una existencia programada y bastante convencional, un diseño trufado de tradiciones, donde conviven hondas y acendradas creencias con otras más superficiales. La chica en cuestión era extranjera, francesa, parisina por más señas, y pese a las rotundas y estimulantes posibilidades que propiciaban dichas circunstancias en aquellas tensas fechas, rechacé, a no tardar, esa inoportuna tentación vital.  Seguí pugnando por hacer reales, más o menos, los sueños propios y ajenos, de libros y pelis, convencido de que podía conjugar esos deseos algo inconsistentes con una existencia interesante —otros parecían haberlo conseguido sin demasiada dificultad—. Su París de todos los días, prosaico, multirracial, apresurado y convulso, no era mi París de las maravillas, rompeolas de todos los exilios y esperanzas, ese barrio latino cuajado de cafés y librerías, por donde transitaba una amalgama vociferante, intelectual y canina, en la que todos los acentos de nuestro idioma se entremezclaban con un francés de Alianza o Assimil, desparramada en espera de revoluciones improbables tras acampar a las puertas, nunca supe si ya por entonces giratorias, del imponente edificio de la Unesco. Solo en las mil y una salas de cine reinaba un silencio fértil, aunque a la salida siempre había quien preguntara con desparpajo por una valoración de urgencia para decidir si entraban a la siguiente sesión o seguían otro cauce, personas casi siempre atractivas, mucho más que la película y sus promesas incumplidas. Intentamos que cuajara un híbrido capaz de contenernos y contentarnos, pero no se dio, no estuve a la altura del reto. Y ahí sigo, en una estéril pugna por aunar esos anhelos, tras décadas de tozudos y aburridos fracasos, rien ne va plus!, me temo. No, a estas alturas ya no es un temor, es una desoladora constatación.

Antes de abordar la historia que nos propone Éric Rohmer en su cuento moral, cuarto de un total de seis, filmados a lo largo de una década, debo disculparme por no abundar en el autor, cuyas películas, tantas y tan sencillas como fascinantes, me han acompañado a lo largo de la vida, regalos que además no pierden la magia y frescura cuando se revisitan. Por resumir, ya me duele, considero la obra cinematográfica de Éric Rohmer uno de esos motivos —no escasos, tampoco demasiados—, para alegrarse del hecho de vivir y festejar la coincidencia cronológica, así como la oportunidad de haber reparado en ella en el momento preciso, rara avis, y en consecuencia haber podido seguir y disfrutar su fecunda y magistral trayectoria artística conforme la realizaba. Nadie como él, voilà! Pero déjenme manifestar mi vieja y pertinaz discrepancia con la traducción española del título de la película que nos ocupa, que no sé bien a quién imputar, pero que considero desencaminada y equívoca, una pena.

La obra cinematográfica de Éric Rohmer es uno de esos motivos para alegrarse del hecho de vivir y festejar la coincidencia cronológica, así como la oportunidad de haber reparado en ella en el momento preciso.

Les diré que, imposible opción ahora, salvo error u omisión, leí el guion por entregas, tres, en sucesivos números de la revista Cine estudio. Por ahí deben dormitar esos ejemplares, en formato más pequeño que una revista pero mayor que el de un libro de bolsillo, únicos que conservo de aquella publicación, et pour cause, estoy seguro, que debí adquirirlos por contener el guion de marras, amarras, anclas y cabotajes. Por aquel entonces leía con fervor otra revista de cine de periodicidad mensual, Dirigido Por, y el bolsillo no daba para más.

Recuerdo con nitidez que una de las cubiertas de aquellos ejemplares de Cine estudio recoge un fotograma de la película El niño salvaje (1971) de Francois Truffaut, en la que por cierto aparece el citado director junto al niño perdido y hallado en el bosque al cabo de los años, ya que el primero también actuaba, encarnando, creo, el papel de preceptor del muchacho. Me atrevo a dejar constancia de que no me gustó mucho y eso que yo amaba sus películas, por aquel entonces y hasta hace no mucho, en que varias de ellas me parecieron inexorable y prematuramente envejecidas entre los dañados dedos de la memoria y el tiempo, novios infelices que no tardarán en morir juntos, hermosa y natural inmolación, o se abandonarán de modo avieso y cruel. Quizás no me gustara porque difería del estilo que le hacía reconocible hasta aquel momento, pudiera ser, o tal vez porque viera, diría que por aquellas mismas fechas —que a saber—, en el Teatro Campos de Bilbao a un joven José Luis Gómez, recién regresado de Alemania, en un vibrante montaje en torno a ese mismo enigma, por parafrasear la película de Herzog, film que tampoco me conmovió. Todavía hoy me interpela, no ha dejado de hacerlo, esa frase que repite Gaspar/Gómez, ojalá no me equivoque, «quisiera ser solo aquel que ha sido otro una vez», pensamiento que ha martilleado mis días y noches, aunque imagino que tanto trajín ha erosionado sin duda la literalidad y el sentido de la frase con el correr de los años:  ocurre a menudo, demasiado a menudo, ya se irán dando cuenta, una pena, ya lo sé, pero así son las cosas, las del querer y todas las demás, y no de otra manera.

Una penúltima digresión. Al evocar el teatro Campos me viene a la memoria, y no puedo dejar de referirme a ella, la librería Vda. de Cámara, con su anagrama verde y blanco que se daba el aire de un lauburu, que se hallaba cerca, y donde podíamos encontrar la edición mensual de Le Monde Diplomatique, el semanario Le Nouvel Observateur, etc. Yo acudía cuando el tiempo me lo permitía, raras veces, y eso sí, siempre que algún reportaje o noticia de calado referente a nuestro país era objeto de análisis e interpretación en alguna de las publicaciones que no sé bien, ni cómo ni por qué, allí se vendían tranquilamente, habida cuenta.

El sentido de la propia vida determinará la elección entre dos amantes. Es el aprendizaje de los Cuentos morales de Rohmer.

Les decía que Rohmer nos relata el discurrir de un joven ingeniero que llega a Clermont Ferrant, para trabajar en la fábrica Michelin, sede central del grupo donde fuera fundada a mediados del siglo XIX. Por entonces, y aún ahora, a pesar de los pesares y otras variables, era pulmón económico de la zona, con unos treinta mil trabajadores, la quinta parte más o menos de sus habitantes. No eran tiempos de volatilidad laboral, al contrario, parecía existir una fidelidad de ida y vuelta que los neoliberales a la carta calificarían de trasnochada y paternalista. Nuestro protagonista ya trabajaba en alguna filial de la empresa, en un impreciso país. Si se hubiera tratado de España, quizás en Valladolid, acaso Vitoria.

No es casual la elección de la ciudad, del sureste de Francia, en pleno macizo central (a los aficionados al ciclismo y sus gestas les sonará el Puy de Dôme): Clermont, la ciudad natal de Blaise Pascal (volveré, imagino, sobre esta cuestión, nada colateral, en estas mismas líneas o en otro momento, que no me costará propiciar, dado mi aprecio por este autor notable en tantas y tan diversas áreas del saber, siempre yendo más allá, aportando o contribuyendo al mejor conocimiento de todo cuanto nos atañe o acompaña en nuestro pasar y fuga… y aun después).

Al poco de instalarse, por medio de un amigo común, conoce a una atractiva mujer, Maud (Françoise Fabian, actriz nacida en Argel, en parte de ascendencia española), casada hasta hace poco con un prestigioso profesor de la Universidad. Parece que su marido flirtea sin reparo ni recato con numerosas mujeres de su entorno y tiene una amante más o menos identificada y estable. Nunca he entendido del todo el concepto de relación estable, pero lo uso aquí por ser de general aceptación. Maud y Jean-Louis se sienten atraídos recíprocamente, cada uno aprecia rápido, y casi al unísono, las virtudes del otro. Hago por recordar que en efecto estos flechazos ocurren en alguna estrafalaria ocasión. Hablan de unos temas y otros hasta el alba, encantados. Pascal y sus ideas ocupan un buen tramo en la conversación. Mientras, poco antes o después, el ingeniero, católico, distingue en la misa del gallo, medianoche del 24 de diciembre, a una joven bella y rubia que reza con devoción. Le gusta, le parece la mujer ideal para casarse y formar una feliz familia. Ella, Françoise, es la actriz Marie Cristine Barrault, sobrina del gran Jean-Louis, otra vez, y van tres, ese nombre.

Una notable y hermosa peculiaridad de esta película es la participación del virtuoso violinista soviético Leonid Kogan, interpretando un fragmento de una pieza en el marco de un concierto al que asisten los protagonistas. Leonid, maestro también de grandes solistas, IIya Grubert entre otros, a su vez, maestro en ciernes de S., a quien saludo y felicito por la maravillosa oportunidad que su talento y sensibilidad le han deparado.

Jean-Louis se plantea cuál de las dos mujeres elegir, y más allá, al tratarse de dos opciones tan distintas, qué relación de pareja escoger para envejecer juntos, qué tipo de vida encarar, suponiendo que ambas mujeres aceptaran la propuesta. El ingeniero resuelve en base a su concepción de la vida.

Resuelto Jean-Louis a mudar de estado, a casarse —tal parece, ya—, el tipo se plantea cuál de las dos mujeres elegir, y más allá, al tratarse de dos opciones tan distintas, qué relación de pareja escoger para envejecer juntos, qué tipo de vida encarar, suponiendo que ambas mujeres aceptaran la propuesta. Nos quedamos con la incógnita de saber qué hubiera respondido Maud, que respiraba por las heridas abiertas de su reciente divorcio y no parecía pretender de nuevo afrontar otra tendre guerre, Brel dixit con su desgarrado y melancólico optimismo. Y para mí que el ingeniero resuelve en base a su concepción de la vida, su sentido de la familia, su inclinación por valores tradicionales y consolidados. Con Maud está bien, pero le desasosiega su perfil libre pensador, su autenticidad, su aparente libertad. No sabe, no imagina, que la devota y discreta joven que atisba en la iglesia sea la amante del vitalista marido de Maud, aventura, por así decirlo, bastante encrespada y ríspida, según se infiere. Quizás no llegó a saberlo, poco importa a efectos del relato. De haberlo sabido, acaso, sí hubiera importado, pero…  les jeux sont faits!

Los espectadores conocemos al final, o nos hacemos una idea, de cómo han sido las cosas. Él, la rubia católica y un chaval, mientras deambulan por una playa, se encuentran con Maud. Hechas las presentaciones, las mujeres, parecen conocerse de antes, pero de aquella manera. Una vez solos, el marido le pregunta al respecto, y ella da una respuesta evasiva y cambia de tercio. La vida sigue, las postreras imágenes no dejan entrever una atmósfera de deslumbrante felicidad.

Salimos juntos del cine, sopla el viento, caminamos callados, Leonid algo rezagado. Doblamos la esquina, Pascal se despide discreto. Después, el recuerdo se desdibuja y desvanece despacio. Puis, partout nuit et brouillard...


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