Jean-Pierre Melville
El tío duro del cine francés

Redescubrimos aquí la injustamente olvidada figura del director europeo de los años sesenta y setenta con el cual el cine negro pasaría de ser un niño a hacerse adulto y actuaría como precursor del movimiento de la Nouvelle Vague.

Si se preguntara a casi cualquier persona con un conocimiento mínimo de la historia del cine cual es el cineasta francés con mayor relevancia, es casi seguro que la respuesta se movería entre los nombres más significativos de la Nouvelle Vague (quizá Godard, Varda, Truffaut o alguien por el estilo). No obstante, existe otro nombre propio del cine francés de los años sesenta y setenta que a pesar de no ser tan mencionado generalmente sí que ha dejado una impronta tan indeleble en todo el cine que le ha sucedido que es imprescindible rescatar su figura, y no es otro que Jean-Pierre Melville.

Nacido como Jean-Pierre Grumbach en 1917 (que también menudo año para nacer el pobre hombre, como para quejarnos de 2020) en el seno de una familia judío-francesa, su juventud estuvo marcada por la invasión nazi de Francia. A diferencia del grueso de sus compatriotas, Melville rechazaría frontalmente cualquier tipo de colaboracionismo y se uniría a la resistencia durante toda la guerra. Una vez terminada ésta, decidiría dar un vuelco a su carrera y comenzar a ganarse la vida con su gran pasión desde la infancia: el cine. Lamentablemente, sus inicios no sería fáciles y sería incapaz de acceder al ya de por aquel entonces cerrado mundo de la producción cinematográfica, siendo denegada su solicitud de ingreso en el sindicato de técnicos cinematográficos. Ni corto ni perezoso, y lejos de dejar que este rechazo frustrara sus ambiciones, nuestro amigo Jean-Pierre demostraría ser más duro que un clavo de ataúd y a finales de los años cuarenta comenzaría a autoproducir sus modestas películas iniciales, siendo él mismo productor, guionista, director y editor. Su cine iría paulatinamente creciendo en audiencia y a fines de los cincuenta y en los sesenta llegaría a hacerse un nombre a nivel nacional y a rodar películas con más presupuesto, pudiendo contar con estrellas como Belmondo o Delon. Sería precisamente este último el protagonista de la película que supondría su gran salto internacional a la fama, El silencio de un hombre (Jean-Pierre Melville, 1967) a la que en los setenta añadiría sus otras dos cintas Círculo rojo (Jean-Pierre Melville, 1970) y Crónica negra (Jean-Pierre Melville, 1972) para conformar su trilogía policiaca antes de fallecer a una relativamente temprana edad.

Melville crea historias de personajes casi exclusivamente masculinos y aborda temas como el honor, la camaradería o los límites de la ley.

Si por algo pasaría a la historia Melville sería, precisamente, por darle forma al famoso Polar francés, pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de este género? En principio, este término surge de la abreviación de Policier (policiaco) para describir el cine que emulaba las películas de gánsteres y cine negro que venían de EE. UU. No obstante, lejos de copiar estas producciones, el cine francés sabría adaptarlo a su propia tradición artística creando unas películas de estética y contenido únicos en la historia del séptimo arte. Es aquí donde el genio de Melville entra en escena, ya que el director mezclaría de forma magistral los elementos básicos e importados del cine negro (es decir, personajes fuera de la ley, mujeres fatales, tramas cargadas de misterio y acción, etc.) con la larga tradición de realismo y existencialismo del cine francés. De esta forma, nos encontramos con puestas en escena que escapan del manierista uso de la luz y las sombras del cine negro de Hollywood para en su lugar utilizar las calles y las casas de París de una forma marcadamente naturalista. Las historias de crimen se entremezclan con la vida cotidiana de la sociedad francesa de una forma que les da un realismo atroz y que permite a este cine no solo limitarse a elementos inherentes al propio género sino también abordar cuestiones sociales rara vez vistas en el cine de la época, como la transfobia o la presión social de la clase media-alta para mantener su estatus económico en Crónica negra o las consecuencia del alcoholismo o el peligro de la falta de transparencia de los cuerpos de seguridad del estado en Círculo rojo. 

El inconfundible estilo de Melville (que sería de una influencia enorme en la Nouvelle Vague) se caracteriza, por lo tanto, por coger a personajes sacados del cine negro tradicional e incrustarlos en ambientes y espacios realistas (el propio director sería uno de los pioneros del cine francés en rodar en localización en lugar de hacerlo en estudios) elevando por lo tanto este cine y dándole una profundidad hasta el momento inusitada en el género. No obstante, si la aportación del director francés se limitara a este aspecto estético, no pasaría el cine de Melville de ser una nota al pie de página en la historia del cine. No obstante, en su lugar hablamos de un director con una influencia que ha definido buena parte del cine que se ha hecho incluso décadas después de su muerte, y no es esto fruto (únicamente) de los aspectos formales de su obra sino también de su contenido.

Melville se convertiría en el padre del cine negro francés (poniendo así el Polar en el mapa internacional) al tomar la artísticamente revolucionaria determinación de dotar a sus películas de una acusada profundidad existencial.

En concreto, Melville se convertiría en el padre del cine negro francés (poniendo así el Polar en el mapa internacional) al tomar la artísticamente revolucionaria determinación de dotar a sus películas de una acusada profundidad existencial. En el cine de este director destacan argumentos que exceden la mera trama de criminal vs. policía para en su lugar profundizar en cuestiones mucho más filosóficas. Así, nos encontramos a protagonistas con una acusada profundidad interior que a lo largo de la historia se encuentran en acusados dilemas morales, atraviesan una marcada evolución como personajes o ven sus motivaciones transformadas. Un ejemplo de esta profundidad psicológica con la que el director francés busca dotar de tridimensionalidad a sus narrativas lo encontramos en su obra final Crónica negra, en la cual los antagonistas son atracadores con motivaciones muy diversas (desde un hombre de negocios empobrecido que ante la presión de tener que mantener el estilo de vida de su familia ve en el crimen la forma de conseguir el dinero para evitar fracasar como cabeza del hogar, al líder del grupo, un veterano ladrón que aspira a que estos robos le generen suficiente dinero como para escapar lejos de su vida criminal junto con su novia, la cual le engaña con el mismo oficial de policía encargado de darle caza) mientras que por ejemplo, en su obra anterior Círculo rojo a través de las relaciones del trío protagonista, dos expresidiarios y un antiguo policía alcohólico, se hace un profundo estudio de la amistad y de cómo las interacciones entre los tes personajes irán definiendo su identidad como personajes. En otras palabras, a diferencia de sus contemporáneos estadounidenses, Melville se preocupa menos por qué hacen sus personajes y más por saber quienes son realmente.

Esta filosofía de afrontar el cine negro y policiaco, de la que el director galo es uno de los pioneros, es la base del Neo-noir, de tantas y tantas películas que se atrevieron a llevar a este género cinematográfico historias adultas y realistas con personajes complejos. Así, cuando vemos la riqueza de matices en las relaciones humanas de los personajes de la obra maestra de Michael Mann Heat (1995), la poética de la obra de culto Hard Boiled (Hervidero) (John Woo, 1992) o la profundidad del protagonista en la extraordinaria Drive (Nicolas Windin Refn, 2011) lo que vemos son a directores contemporáneos cabalgando a lomos del gran gigante que era Melville. Quizá sea ese el gran aporte que el Polar francés (y en particular la obra del director que hoy abordamos) ha hecho al cine negro, con ellos este género se hizo adulto. Precisamente a finales de los sesenta e inicios de los setenta sería cuando, tras el agotamiento del Studio System, el nuevo Hollywood miraría a la obra de directores europeos como Melville para revitalizarse. Así, la obra de este director no deja de ser el germen de películas que transformaron el género tal y como lo conocemos como Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1967 ), Tarde de perros (Sidney Lumet, 1975) o Marathon Man (John Schlesinger, 1976).

Adentrarse en el cine de Melville es adentrarse en un cine seco, carente de manierismos y de un brillante minimalismo. Tal y como otros directores como Pedro Almodóvar o Céline Sciamma son conocidos por sus historias de personajes femeninos, Melville brilla a la hora de dar forma a sus personajes masculinos. Su cine refleja un universo de hombres duros y asertivos (no muy diferentes al propio director, siendo sinceros) que rara vez hablan de sus sentimientos (lo cual para nada quiere decir que no los tengan, simplemente que estos se muestran a través de sus acciones en lugar de sus palabras) evitando así su cine caer en la trampa del melodrama y la pornografía emocional y coronándose como un ejemplo paradigmático del show, don´t tell. El mundo interior de los personajes no le es revelado al espectador a través de palabras sino de hechos que invitan no tanto a una respuesta meramente emocional como a una también intelectual. A diferencia de otros directores del género, que tienden a rodar escenas de acción atropelladas y trepidantes para mantener la atención de la audiencia, el director francés generalmente basa los puntos climáticos de su cine en elaboradas secuencias en las que acciones como el robo de joyas de un tren en marcha o el asalto en plena noche a una cámara acorazada se abordan con un ritmo pausado, que busca ir generando una tensión creciente en un espectador que en lugar de abrir la boca ante un despliegue de disparos como podría ocurrir en otras cintas, apretará con sus uñas los reposamanos de la butaca temiendo que en cualquier momento algo pueda salir mal.

En el corazón de las historias que este director nos cuenta siempre están sus personajes, construidos con el mayor de los celos. Melville se cuida mucho de no caer en el maniqueísmo, siendo habitual que sus películas estén diseñadas de tal forma que en ciertos casos incluso nosotros como audiencia empaticemos tanto con protagonistas como con antagonistas por igual. El director galo divide a sus personajes entre hombres en ocasiones violentos o relacionados con actividades criminales pero aun así con unos principios éticos sólidos y una escala de valores en la que cuestiones como el honor o la lealtad son innegociables y otros que se caracterizan por ser la antítesis de los primeros, de comportamientos rastreros, viles o de moralidad dudosa, y coloca ambos tipos de personajes a cada uno de los dos lados de la ley. No es Melville un director que entienda de «buenos y malos» sino más bien de individuos tanto con sus luces como con sus sombras que han de enfrentarse a un mundo en el que la linea entre el bien y el mal está totalmente difuminada. Precisamente estos conflictos (y sus resoluciones) serán las que logren plantear los grandes dilemas que definirán a los personajes. De esta forma, por ejemplo en Crónica negra, nos encontramos con un protagonista (el comisario Coleman, interpretado por Alain Delon) que tras descubrir que el atracador al que persigue es un íntimo amigo suyo deberá decidir si anteponer sus sentimientos de amistad a su deber, mientras que en la inigualable El silencio de un hombre, el asesino a sueldo Jeff Costello (también interpretado por Delon) se debate sobre si debe o no mantenerse fiel a su férreo código ético tras ser traicionado por el jefe del crimen para el que trabaja incluso si ello le cuesta la vida. De esta forma, en el cine que nos propone el director, la diferencia entre el bien y el mal no está tanto en respetar o violar la ley como en mantenerse fiel a unos principios íntegros y honrados.

Recurrentemente usaría Melville a determinados actores fetiche para los roles protagonistas de sus películas, siendo quizá el más popular de estos Alain Delon.

Construir todo este universo de matices con los que este director dota de tridimensionalidad a sus personajes sería imposible si no fuera gracias a las portentosas interpretaciones que nos regalan los actores protagonistas de sus obras. Melville tendería a lo largo de su carrera a rodearse de un pequeño grupo de actores que protagonizarían la mayor parte de sus películas. Hablamos de actores como Jean-Paul Belmondo o Lino Ventura, protagonista de la más que notable El ejército de las sombras (Jean-Paul Melville, 1969) una película sobre la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial que, alimentándose de las experiencias del propio director, dejaría a un lado las narrativas heroicas con las que el cine de la época tendía a caracterizar el conflicto bélico para en su lugar ofrecer una mirada cruda y realista a la contienda. Pero si hay un actor que hemos de destacar particularmente de la filmo grafía de Melville, ese no es otro Alain Delon. El joven actor francés, que para cuando inició su relación profesional con el director ya se había hecho ampliamente conocido en Europa gracias al éxito de A pleno sol (René Clément, 1960), se terminaría convirtiendo en el rostro visible del cine de Melville. Delon llevaría hasta el extremo el arquetipo de héroe melvilliano, un hombre silente pero de principios inquebrantables y letalmente efectivo (ya sea como criminal o como agente de la ley) con un carisma magnético. La interpretación de Delon en El silencio de un hombre de un frío y taciturno pero a la vez honorable asesino a sueldo, por ejemplo, será la plantilla de la que con posterioridad otros directores partirían para perfilar a sus propios personajes, como puede ser el caso de Léon en El profesional (Léon) (Luc Besson, 1994). Pero Delon trae similares registros cuando interpreta a protagonistas que están al otro lado de la ley, como en Crónica negra, en la que interpreta a un implacable comisario de policía que hará cuanto sea necesario para cumplir con su deber, aunque ello implique perder a su mejor amigo y a la mujer que ama.

Aunque murió a la prematura edad de 55 años a causa de problemas cardíacos, el brillante director francés nos dejó un legado indeleble para el mundo del séptimo arte que sigue, hasta el día de hoy, dándole forma al cine. No se puede negar que sus nihilistas historias de estoicos héroes de acción que se enfrentan a conflictos existenciales y en los que la línea entre el bien y el mal nunca está clara tuvieron (y tienen) una enorme capacidad de conectar con la audiencia, de decir algo que la sociedad parece estar hambrienta por escuchar, y ahí precisamente radica la enorme relevancia de la figura de Melville, en ser el director con el que el género policíaco pasó de la juventud a la madurez.

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