Imperialismo, racismo y geopolítica en Depredador
Las nuevas máscaras del viejo «Otro»

Habitualmente relacionada con todo tipo de metáforas, la figura del alien se reconstruye en Depredador bajo la luz del intervencionismo norteamericano en el ocaso de la Guerra Fría.

Parece uno de los tópicos más antiguos afirmar que el alienígena alude paradigmáticamente al Otro. Reconocer quién es ese Otro, y en qué consiste eso que llamamos «alusión», resulta sin embargo una tarea mucho más compleja. En ocasiones resulta que ese Otro puede simbolizar a uno mismo, como el reflejo invertido de la humanidad volviéndose contra ella misma y revelando nuestra propia inhumanidad y salvajismo que nos esforzamos por no reconocer. Esta fue precisamente la idea a la que H. G. Wells atribuía la inspiración de La guerra de los mundos (1898). Hablando con su hermano sobre los devastadores efectos del imperialismo británico en Tasmania, Wells se propuso escribir una novela donde los marcianos se comportasen como los colonizadores, e infligieran sobre las naciones occidentales la misma opresión colonial cuyos horrores estas se esforzaban en negar.

El colonialismo y el racismo han sido desde siempre lugares comunes del poder metafórico de las narrativas sobre habitantes de otros planetas. Podemos nombrar ejemplos como la novela El nombre del mundo es Bosque de Ursula K. LeGuin (1976), que inspiró a James Cameron para la producción de Avatar (2010), como inversión del mito de la colonización al retratar a los humanos, en representación de las naciones occidentales, como los heraldos de una maquinaria industrial devastadora; y los nativos de otros planetas, en alusión a los nativos de las naciones conquistadas o colonizadas, como seres tecnológicamente menos desarrollados pero aún en contacto con la naturaleza (en una visión que cae no pocas veces en la condescendencia y la romantización). Es evidente que un subtexto similar sirve de premisa en Depredador (John McTiernan, 1987), por una serie de cuestiones que irán saliendo a la luz. Pero antes que nada cabe señalar que su alusión a la realidad de la colonización y al Otro no es evidentemente a través de la idealización de Avatar, sino que se parece más a la inversión de papeles de La guerra de los mundos. Atrapados en lo más profundo de la jungla de Guatemala, el ejército de mercenarios capitaneados por Dutch (Arnold Schwarzenegger), entra en modo supervivencia al advertir que las tornas están giradas, y que en una misión donde se esperaba que fueran los cazadores, ahora son ellos los que son cazados.

Es fácil describir el sustrato simbólico del que nace la localización y la inspiración general de la trama de Depredador. Aunque hoy en día nos resultan naturales, casi evidentes, este tipo de asociaciones —las ideas de ansiedad, vulnerabilidad y permeabilidad con el entorno que encontramos aunadas de forma casi universal con las escenas de lucha en la jungla— son el resultado de un denso y extenso proceso histórico de coagulación en el imaginario popular, y que tiene, como suele ocurrir cada vez más en estos casos, un señalado sesgo norteamericano. Estamos hablando de las guerras imperialistas norteamericanas, muy señaladamente el desastre de Vietnam y la tremenda controversia doméstica que supuso este conflicto interminable y sangriento. Pero teniendo en cuenta la fecha de estreno de Depredador es fundamental tener en cuenta las operaciones de intervención indirecta y guerra sucia que los EE. UU. habían intensificado en Latinoamérica especialmente durante la era Reagan, culminando en el escándalo Irán-Contra en 1985-1986.

No es por tanto casualidad que Depredador se desarrolle en un país latinoamericano, como tampoco que nuestros protagonistas ya no sean soldados estadounidenses, sino un equipo de mercenarios atrapado en los tejemanejes de la CIA, más cercanos al intervencionismo «blando» de los años finales de la Guerra Fría. Tampoco es casual que los propios rasgos del «Depredador» en cuestión no aluden tanto a los estereotipos asiáticos de misticismo y religiosidad oriental como a una serie de elementos en relación con los estereotipos afro-caribeños y «tribales», desde las ineludibles rastas a los signos cuneiformes de su lenguaje, pasando por el diseño de la máscara y los distintos trofeos y abalorios pseudo-primitivos.

Aunque se puede reconocer que Depredador es ante todo un burdo y pequeño espectáculo de acción, es posible también observar que el juego de inversiones y ambigüedades que nos presenta suponen un hito interesante en la historia de la ciencia ficción.

Cabe hacer aquí un pequeño paréntesis para advertir que en la ciencia ficción de los años setenta y ochenta existía una fuerte asociación del alien, pero también del robot y el cíborg, con los sujetos racializados en los EE. UU. Como suele ser costumbre en estos asuntos, la lente deformadora norteamericana normalmente asimila sus particulares tensiones raciales internas a un escenario internacional, en el cuál el negro, el inmigrante y el nativo del tercer mundo se confunden en la figura aberrante del Otro en la ciencia ficción. Es por ejemplo relevante el gran número de personajes robóticos o cíborgs que eran doblados por voces afroamericanas, desde Box en La fuga de Logan (Michael Anderson, 1976) al emblemático doblaje de Darth Vader por parte James Earl Jones en la saga de La guerra de las galaxias (1977-1983). La asociación era tan flagrante que en alguna ocasión puede verse como directamente física, como ocurre en el caso de la espectacular estructura ósea del actor nigeriano Bolaji Badejo, anormalmente alto y delgado para los ojos de un occidental, que le valió para poder vestir el traje del xenomorfo de Alien: el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979), haciendo del cuerpo del sujeto racializado el cuerpo del alien, literalmente. Estas asociaciones entre raza y monstruosidad alienígena pueden retrotraerse también a La mujer y el monstruo (Jack Arnold, 1954), o incluso más atrás.

Sea como fuere, así es más fácil entender los reflejos raciales inscritos en el Depredador, cuya imponente musculatura y porte físico fueron levantados por otro afroamericano bajo el traje: Kevin Peter Hall. Es posible, incluso necesario, apuntar sobre el carácter construido y casi paródico de todos los estereotipos raciales anclados en la figura del alien, incluso en la del Depredador. Al fin y al cabo, adjetivos como «tribal» o «nativo», que vienen a describir el supuesto fondo imaginario que inspira el diseño de la armadura y la tecnología del alienígena, son burdas simplificaciones del cuál sus reflejos futuristas no pueden resultar menos vulgares y desencaminados. Pero es necesario aclarar también que, si bien los grotescos estereotipos raciales occidentales (y más concretamente, norteamericanos) falsifican y desfiguran la esencia del Otro, quizás el problema radique precisamente en el intento de definir algo así como la «esencia» del Otro. Al fin y al cabo, algo que escritores afrofuturistas como Kodwo Eshun señalan, una imagen del afroamericano o del nativo como un alien de armadura hortera y ritualismos casi paródicos es el resultado de la historia concreta de la diáspora africana: abducidos de sus hogares con violencia, los descendientes de los esclavos son en sí mismos un resultado mutante y grotesco de la historia, un híbrido deforme nacido de una concepción violenta.

La clave distintiva de Depredador se encuentra en su hilazón de estos estereotipos raciales y el tablero de juego geopolítico, cuya triangulación nos la otorga solo en parte el alienígena, y en su mayoría es resultado del sistema de personajes humanos. Para empezar es importante reseñar a los verdaderos nativos de la jungla guatemalteca, fundamentalmente en el caso de Anna (Eldipia Carrillo) y en cierto sentido en «Poncho» Ramírez (Richard Chaves), cuya ayuda resulta indispensable para la identificación y final neutralización del monstruo. Es reseñable que el grupo de mercenarios, a pesar de tratarse de una producción norteamericana, trate de presentarse como un equipo internacional (al menos, a-nacional), con el claro liderazgo de Dutch (en inglés, «holandés») y la inclusión clave del personaje nativo norteamericano Billy (Sonny Landham), quien cae víctima de sus propios estereotipos raciales y es representado como quien se encuentra en una sintonía privilegiada con la jungla, y quien es capaz de alguna forma de entender mejor al «Depredador», hasta el punto en el que acepta de frente su inevitable muerte.

Uno de los apretones de manos más conocidos del cine.

Pero sin duda el personaje más interesante a este respeto es Dillon (Carl Weathers), quien no solo es el representante directo del gobierno de los EE. UU. en la misión en Depredador, sino que supone la principal oposición interna del grupo al descubrirse que el encargo era un engaño desde el principio, recogiendo así una fuerte visión negativa sobre la opacidad e inmoralidad de las operaciones de la CIA y, por extensión, de la intervención internacional norteamericana. También es importante señalar que el personaje de Dillon es afroamericano, como queriendo señalar que el icónico apretón de manos al principio de la película entre Weathers y Schwarzenegger, hoy en día memetizado hasta la saciedad, es una imagen de resolución falsa y paródica del conflicto racial (o del conflicto entre el gobierno y la sociedad civil). Aunque ya habían pasado unos años del desastre de Vietnam, los últimos años de la Guerra Fría vieron el debate en torno a la intervención estadounidense recrudecerse por última vez, hasta que esta volviera a aparecer bajo el disfraz de la guerra del terror en las dos Guerras del Golfo, Afganistán… etc. Cabría interrogarse por las fluctuaciones de los escenarios desérticos y selváticos en la ciencia ficción, pero por lo pronto será suficiente indicar que estamos ante los mismos problemas, pero con diferentes disfraces. La misma búsqueda interminable de un Otro, de un antagonista; la misma cacería, pero distintas máscaras.

La pregunta por si Depredador resulta crítico o celebratorio con lo anteriormente descrito es una cuestión sin demasiado recorrido. Por poner un ejemplo más distante, si hoy releemos El horror de Red Hook (1927) de H. P. Lovecraft no resultará igual de fácil identificar la profunda intención racista y demonizadora que inspira la escritura del relato, pero de igual forma podemos sentirnos más fácilmente atraídos a empatizar con las sectas satánicas de inmigrantes imaginadas por Lovecraft, cuyos espectaculares rituales puede hacer aparecer al Otro con cierto aura de misticismo y atracción, más que con el aburrido y meapilas del detective protagonista. Toda obra de ficción contiene esta ambigüedad, y la historia de la recepción permite la inversión y re-inversión de estos antagonismos ad nauseam. Nuestro análisis hasta ahora ha sido ante todo descriptivo, intentando descubrir las líneas de fuga y el subtexto social e imaginativo que yace bajo lo que para una visión inocente puede parecer una mera producción barata de acción de finales de los años 80.

Y aunque se puede reconocer que Depredador es ante todo un burdo y pequeño espectáculo de acción, es posible también observar que el juego de inversiones y ambigüedades que nos presenta suponen un hito interesante en la historia de la ciencia ficción y un comentario social más o menos claro sobre las contradicciones de la intervención y la geopolítica durante los años finales de la Guerra Fría. La decisión de poner a los héroes de acción en una situación de extrema vulnerabilidad y absoluto descontrol de su entorno, nos hace ver en el papel de víctimas a quienes hasta ahora, quizás sin darnos cuenta, han sido los depredadores. Impone la máscara del Otro como una máscara ritual satánica: igual de deformante que antes, pero con un aura de superioridad y poderío innegable. Ahora los occidentales son la presa, y un Otro mejorado y vengativo se dedica a cazarlos por deporte. Son en este aspecto especialmente significativas las secuencias finales de la lucha entre Dutch y el Depredador, donde el mercenario tiene que mimetizarse con las prácticas y las herramientas de su oponente, como al camuflarse cubriéndose de barro (lo que estamos tentados a considerad un brown face cibernético), en una lucha final en la penumbra de la jungla nocturna donde el Uno y el Otro se confunden, y aunque es la humanidad la que sale vencedora, no queda claro a qué precio.

Por último es importante resaltar quizás el detalle más importante que da origen a la trama, y es la razón de que el Depredador parece ser atraído en los focos de violencia y de calor. De tal forma que el Depredador desciende sobre la humanidad para ejercer su venganza sobre los puntos álgidos de sus conflictos internos, como una versión siniestra de los extraterrestres de Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951). Pero ahora los aliens no vienen a ofrecernos una salida pacífica por vía de la unión y el entendimiento internacional, sino que acuden al planeta a alimentarse de nuestra sangre y nuestra destrucción, aplicándonos nuestra propia medicina.

Las razones de las múltiples mutaciones de la figura del alien a lo largo de la historia de la ciencia ficción van sin duda más allá de lo que podamos resumir aquí. También puede predecirse un interesantísimo debate en torno a la espacialización y pérdida del sentido histórico del sistema mundial precisamente en esta idea de «focos de violencia», donde la guerra es una cuestión de localización espacial (en la pantalla luminosa de una nave alienígena) y no necesariamente de contexto social e histórico. Pero en este punto esperamos que haya quedado claro cuál es el lugar particular que ocupa el terrorífico antagonista de Depredador entre los cruces de las líneas de conflictos raciales y geopolíticos, y pueda avanzarse hacia el entendimiento de la película como una aportación y un reflejo particularmente interesante de estos temas, y no sólo como hora y media de desmembramientos, ruidosas ametralladoras y lapidarias frases del tosco acento de Arnold Schwarzenegger. Aunque estos últimos son elementos que apreciamos más que nadie, nos complace celebrar ante todo el sustancial rendimiento intelectual tan fácilmente identificable como tan criminalmente menospreciado que late y pervive a la vista de todos, incluso en el más palomitero cine de acción y de ciencia ficción.

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