Historia del cine de ciencia ficción (IV)
Los años setenta

Al filo de una revolución intelectual en Hollywood y un contexto histórico un tanto pesimista, la ciencia ficción en los años setenta entró en una fase experimental y distópica que sería dinamitada por la llegada del blockbuster a finales de década.

El ocaso de la década de 1960 supuso uno de los períodos de mayores transformaciones en Hollywood y, por extensión, en la industria cinematográfica en general. Emancipándose al fin del decadente Código Hays, un código moral que restringía el contenido gráfico, violento, sórdido y políticamente incómodo, el cine pudo empezar a expandir sus límites y experimentar con sus formas, demostrando con grandes hitos como Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1967) que la violencia gráfica no estaba enfrentada ni con el éxito comercial ni con la calidad fílmica. Lo que vino después es en gran medida una historia conocida, si tan si quiera porque todavía determina en gran parte la historia reciente del cine. Hollywood renació en una era de experimentación y dramatismo de la mano de una generación de cineastas nuevos que revolucionó las formas y el contenido de lo que se entendía por una película exitosa: Martin ScorseseBrian de PalmaSidney LumetFrancis Ford Coppola y muchos otros, como también Dennis Hopper con su solitario pero crucial éxito Easy Rider (Buscando mi destino) (1969), infundieron la industria norteamericana de nueva vida y nuevas ideas. Los años sesenta se habían acabado, y la era de la contracultura había mostrado su reverso siniestro en el fatídico año de 1969, que se había inaugurado con Richard Nixon tomando posesión como presidente y había dejado a su paso a las víctimas de la Familia Manson y el desastre del festival de Altamont, la inversión dionisíaca y grotesca de Woodstock.

Toda una generación, educada por la estética psicodelia y la política radical, se precipitaba con sus referentes en crisis hacia una década de retorcimiento del viaje psicotrópico hacia dimensiones desconocidas, descomposición de los pactos sociales de posguerra y fuerte crisis económica y de servicios en las grandes urbes norteamericanas. Este sentido de crisis, y hasta cierto punto de pérdida, se registró en el cine desde el mismo telón de fondo del que sirvió una Nueva York desolada para Scorsese o Walter Hill. El cine de pronto se volvió más experimental, más dramático, más abstracto y con un peso nuevo al diálogo, la violencia y el comentario social. Como en todo momento de experimentación, cuando se están abriendo fronteras nuevas se genera una cierta inestabilidad que produce mejores y peores obras. Pero no es nuestra función aquí reseñar la calidad o la importancia global de esta era, sino mostrar cuál fue su relación particular con un género, la ciencia ficción, que empezaba a tomar fuerza.

De entre todas las cuestiones que resurgieron en la imaginación distópica de los setenta, la paranoia juega un papel fundamental.

Como ya vimos en el anterior artículo, los años sesenta habían sido ciertamente desiguales para la historia del cine de ciencia ficción, donde se combinaron los remanentes un tanto camp de las películas de invasiones alienígenas de la era anterior, las incursiones intelectuales de respetados cineastas europeos y la enorme influencia del particular éxito del género en la pequeña pantalla, además de muchas otras corrientes y movimientos estéticos e internos a la industria que habían dificultado, en una década tan convulsa, dar una identidad particular al cine de ciencia ficción de los años sesenta. Pero dos películas habían llegado a finales de la década parar establecer los parámetros de por dónde se desarrollaría el género en la era posterior y, en gran medida, sirven como dos ejemplos de los dos procesos paralelos, si bien interconectados, que marcarían esta nueva vida del género. Por un lado, el enorme éxito de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968) había demostrado la capacidad de componer una historia distópica, eminentemente oscura pero también épica y heroica, sin alienar a las grandes audiencias. El éxito de la película le proporcionó nada más y nada menos que cuatro secuelas estrenadas entre 1970 y 1973, una serie un tanto desigual pero que en gran medida precedió al advenimiento de las franquicias y del blockbuster que, como veremos, tomó la centralidad del escenario a finales de década. Pero la importancia fundamental de la saga de El planeta de los simios no fue otra que demostrar que el gran público podía conectar con una distopía fabulosa de simios parlantes y desiertos postapocalípticos.

Sin embargo, quizá no haya una película de igual relevancia cultural para el género que 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), que demostró en su caso que conceptos de gran calado espiritual y filosófico no solo no estaban enfrentados a un género tradicionalmente relacionado en el cine con lo histriónico y lo ridículo, sino que las particularidades características de la propia ciencia ficción, con sus escenarios espaciales y sus megaestructuras tecnológicas, podían resultar un vector mucho más efectivo para la transmisión de ideas como la ansiedad por el avance tecnológico o el lugar del ser humano en un cosmos vacío e infinito. Lo particularmente revolucionario de 2001: una odisea del espacio supuso demostrar que todo ello era posible mediante unos efectos especiales nunca vistos, de mano del maestro Douglas Trumbull. Es prácticamente una constante en la historia del cine que los grandes avances de los efectos especiales han sido auspiciados por la vanguardia de la ciencia ficción, siempre en la búsqueda de la ilusión definitiva.

Bruce Dern protagonizó Naves misteriosas, la película dirigida por Douglas Trumbull, responsable de los efectos especiales en 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968).

La película sin embargo contenía un cierto utopismo por lo tecnológico que sería revisado en los años siguientes. Una aportación crucial serían Naves misteriosas (1973), dirigida por el mismo Douglas Trumbull, que añadiría su propio giro humanista y ecologista al frío panorama social de Kubrick. La película de Trumbull, fascinante por muchos motivos, ejemplificaba sin embargo un mundo que moría, donde la confianza entre la colaboración del ser humano con la inteligencia artificial todavía se veía de manera optimista y el idealismo hippie del greñudo Bruce Dern, que protagoniza el largometraje, aún no era considerado anticuado e ingenuo. Un interesante marcador temporal y cierta revisión de estas películas sobre viajes espaciales es la sátira existencialista de John Carpenter Estrella oscura (1974), en la que los hippies son ahora trabajadores alienados de las naves espaciales y el viaje psicotrópico se ha convertido en una agobiante fábula absurdista sobre el sinsentido de la vida.

En los años que siguieron al estreno de 2001: una odisea del espacio la ciencia ficción audiovisual siguió siendo enormemente rica y diversa, pero de pronto ya era posible observar cómo se encauzaba en unas tendencias particulares, cómo ciertos experimentos de la década anterior habían triunfado y cómo otros no. Al interior de un momento intelectual y abstracto en el cine en general y de una era pesimista y decadente en lo político y social, además de en la cresta de la ola de unos efectos especiales que mejoraban cada día, la ciencia ficción entró en una de sus eras más extrañas pero también más imaginativas, originales y, sobretodo, características. Los años setenta, en su gestión de nuevos miedos y paranoias sobre la carrera espacial, la superpoblación, la vulnerabilidad biológica del ser humano y la conspiración política, sirvió como ejemplo de que el género podía avanzar más allá de las claves que habían dado lugar a su época dorada en los años cincuenta, emancipando así al género del contexto histórico particular que había rodeado su consolidación en la posguerra y favorecer su migración a nuevas y extraordinarias geografías.

La revitalización de la imaginación distópica

Nuevos tiempos traen nuevas preocupaciones. Una de las principales ansiedades que recorrieron la década de 1970 fue una transformación en la figura del poder dictatorial, que ya dejaba de percibirse de la forma burocrática y vertical del estilo orwelliano y comenzaba a dejar ver las formas sutiles e invisibles en las que ejercía su presión sobre el individuo, mucho más sofisticadas que la vieja parodia de los regímenes totalitarios. Un joven director llamado George Lucas inició la década con una extravagante actualización del clásico distópico de OrwellTHX 1138 (1971), donde un Robert Duvall de cabeza rapada y un mero código por nombre se rebela al interior de una sociedad totalitaria enterrada en el subsuelo. Pero la película representa estas interesantes actualizaciones del poder, pues en esta particular distopía son las redes computacionales y las drogas, así como un refinado control panóptico, los que doblegan al individuo frente a la colectividad. La película de Lucas es además un ejemplo del lado oscuro de la psicodelia, siendo en sí una película extremadamente inusual en lo visual, con una riqueza de imágenes imponentes, pero donde el color y el delirio de las drogas psicotrópicas han dado lugar a una pesadilla esquizoide.

Una curiosa preocupación que arrasó en la conciencia del momento fue la cuestión de la superpoblación, que se presentó durante unos años en los medios divulgativos como una seria amenaza para la humanidad. Esta ansiedad de que pronto seríamos más seres humanos de los que los recursos del planeta podría admitir inspiró un gran número de películas distópicas entre las que destacan Edicto Siglo XXI: Prohibido tener hijos (Michael Campus, 1972), ambientada en un mundo donde el control de población dirigido al «Zero Population Growth», o la aclamada Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973), donde Charlton Heston se enfrenta a una conspiración corporativa que trata de ocultar los siniestros medios por los cuáles se alimenta un mundo sobrepoblado, contaminado y oprimido por un estado policial.

Muchas otras distopías de la época que trataron de forma interesante el miedo a la superpoblación y, en mayor parte, al control poblacional. Un ejemplo muy curioso es Zardoz (John Boorman, 1974), donde en un futuro lejano e irreconocible el planeta se divide en una raza de salvajes fanáticos y una casta de humanos inmortales en un edén artificial. Zardoz, con sus disquisiciones metafísicas y el ridículo disfraz de Sean Connery, es seguramente el ejemplo más destacado del tono experimental y surrealista que alcanzó por momentos la ciencia ficción de este periodo. Otro ejemplo reseñable es La fuga de Logan (Michael Anderson, 1976), donde el miedo a la superpoblación se combina con un estado totalitario de aspecto New Age, urbanismo posmoderno y hedonismo de masas que le dan el aspecto más de un centro comercial que de una jaula de hierro. Pero el epónimo Logan, interpretado por Michael York, no está convencido con esta utopía consumista, y logra escapar de su burbuja de cristal para descubrir un viejo mundo desolado por alguna catástrofe lejana. Otro ejemplo de esta nueva imaginación distópica imposible de pasar por alto es La naranja mecánica (Stanley Kurbick, 1971), donde el aclamado director nos plantea los mismos problemas del hedonismo y la violencia en una sociedad nihilista y desencantada, donde el condicionamiento conductual se ha refinado hasta hacer deseable nuestro propio sometimiento, la clave de la actualización de estas distopías.

En general estamos ante una ansiedad por la inestabilidad, en parte ecológica y en parte moral, de nuestros sistemas sociales, ejemplarizados en el miedo a la superpoblación y en parte a la vulnerabilidad biológica del ser humano por factores ambientales y naturales, que Robert Wise exploró en la atípica e intelectual pero por lo demás poco reseñable La amenaza de Andrómeda (1971), en la que un equipo de científicos se enfrenta a un patógeno microscópico proveniente del espacio exterior. Sistemas inestables incapaces de contener la amenaza que han creado ha sido, de forma casi unánime, el tema fundamental de Michael Crichton, guionista de La amenaza de Andrómeda y escritor de las novelas que inspiraron la saga de Jurassic Park, en cuyos guiones también participó. En los setenta sin embargo Crichton tuvo un par de interesantes incursiones en la dirección del cine de ciencia ficción, de mano del thriller médico Coma (1978) y la más conocida Almas de metal (1973), donde la tecnología de replicación del comportamiento humano se ha puesto al servicio de un complejo de parques temáticos donde opulentos clientes pueden vivir la experiencia del salvaje oeste o de la Europa medieval sin sentir en sus carnes las consecuencias, hasta que los androides, naturalmente, se revelan. Recientemente la película obtuvo un ambicioso remake en forma de serie de mano de Jonathan Nolan y Lisa Joy, pero también nos ofreció en la misma década una desigual secuela, Mundo futuro (1976).

Yul Brynner parodió su icónica imagen como actor de wéstern al interpretar al implacable androide pistolero de Almas de metal, precedente fundamental de Terminator (James Cameron, 1984).

Por otro lado, otras distopías recaían en versiones un tanto más pulp, si bien por ello no menos cerebrales, de mundos futuros asolados. En la final línea que separa lo extraordinario de lo extravagante, podemos encontrar a un joven Don Johnson en 2024: Apocalipsis nuclear (L.Q. Jones, 1975) hablando con un perro telepático y explorando un refugio subterráneo donde el problema ya no es la superpoblación, sino la esterilidad. Inspiradas en cierto aspecto por ese espíritu desenfadado nacieron las primeras distopías donde en un futuro poscatastrófico la humanidad sublima sus impulsos violentos en juegos mortales, como es el caso de La carrera de la muerte del año 2000 (Paul Bartel, 1975), donde David Carradine y Sylvester Stallone compiten en una carrera asesina, o la inclasificable Rollerball (Norman Jewison, 1975), en la que James Caan ha de esquivar la muerte en un complejo y un tanto absurdo juego de velocidad mientras que trata de destapar una conspiración en la que están metidas las corporaciones que gobiernan en el mundo y un ordenador superinteligente en Ginebra.

Nuevos tiempos, viejas paranoias

Network, un mundo implacable (Sidney Lumet, 1976) supuso una premonición crítica de la dirección que iban a tomar los medios de comunicación dentro de las lógicas de mercado.

De entre todas las cuestiones que resurgieron en la imaginación distópica de los setenta, la paranoia juega un papel fundamental. No solo porque esta ya había sido una de las inspiraciones fundamentales del género en su era dorada, los años cincuenta, sino porque encontró importantes sinergias tanto con el tono intelectual de la ciencia ficción del momento como con nuevos eventos históricos que revitalizaron el miedo a caer bajo la influencia insidiosa e invisible de agentes externos, tanto en la forma de las redes de comunicación de la computación incipiente como en las siniestras conspiraciones políticas de la Administración Nixon que inspiraron toda una oleada de cine conspirativo en los setenta. La ciencia ficción retornó sin dudarlo al tema de la paranoia, explicitando las ansiedades sobre la influencia de los medios comunicación en películas como El hombre que cayó a la Tierra (Nicolas Roeg, 1976), protagonizada por David Bowie en una de sus escasas incursiones a la actuación, así como la formidable Network, un mundo implacable (Sidney Lumet, 1976), donde un presentador de televisión es poseído en directo por una rabia denunciatoria y se convierte rápidamente en el último éxito de la cadena, en una reflexión muy aguda y tristemente premonitoria de la época de cómo ciertos aspectos de la contracultura de la época fueron reapropiados de forma meramente performativa e inofensiva por las lógicas del mercado.

Aunque existen otros ejemplos reseñables de la actualización del tema de la paranoia, como Capricornio Uno (Peter Hyams, 1978) o Las esposas de Stepford (Bryan Forbes, 1975), sin duda el más destacado de esta tendencia fue la en cierto aspecto tardía La invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978), que replicó el clásico de Don Siegel de 1956 pero con una trama renovada, una conexión con el peligro biológico y la conspiración nixoniana en lugar del macartismo y la alienación de los años cincuenta, y un Donald Sutherland en lo más alto de su carrera. Pero quizá no sea de EE. UU., sino de Alemania, de donde provenga la película conspiracionista más extraordinaria e inclasificable de la década. El mundo conectado (Rainer Werner Fassbinder, 1973), adaptación de la novela Simulacron-3 de Daniel F. Galouye, donde en un futuro cercano los ordenadores son capaces de generar simulaciones virtuales tan cercanas a la realidad como para generar la ilusión de ser reales, una anticipación del tema de la realidad virtual que no tomaría la centralidad del género hasta dos décadas más tarde.

Es imposible hablar de cine de ciencia ficción internacional, especialmente en los años setenta, sin mencionar que en esta década vieron la luz dos de los clásicos del cineasta ruso Andréi TarkovskiSolaris (1972) y Stalker (1979). Ambas adaptaciones de obras de escritores en la órbita soviética, la primera de Stanisław Lem y la segunda de los hermanos Strugatsy, se alejan del tono social y político de la mayoría de la ciencia ficción para sumergirse en temas existenciales como la identidad personal o la naturaleza del inconsciente, apropiadamente planteados por los elementos de género de cada película. Si bien Tarkovski está ciertamente alejado del contexto histórico y social norteamericano que explica gran parte de las tendencias que hemos retratado aquí (algo que puede explicar la facilidad de extrapolarlas a otras audiencias y su cierta cualidad de atemporales), sus películas se integran en una ciencia ficción cerebral, experimental y conceptual que inundó los años setenta. Pero unos pocos años antes del cambio de década, una película cambiaría para siempre el panorama, dejando estos breves pero formidables años de experimentación y abstracción conceptual en el pasado.

En una galaxia muy, muy lejana

En 1977 se produjo quizá el evento más importante y transformador de la historia del cine, no ya de la ciencia ficción. Por primera vez el público pudo disfrutar de la arrolladora y deslumbrante visión de George Lucas en el estreno de La guerra de las galaxias (1977), una fastuosa ópera espacial que no podía estar más alejada de THX 1138, donde princesas galácticas, monjes guerreros y entrañables pilotos se daban la mano en la que es quizá la mayor historia épica jamás contada en la historia del cine. Quizá no lo fuera por su ambición, ni por su narrativa, ni por la calidad de algunos de sus aspectos técnicos, pese a que ofreció unos efectos especiales nunca vistos que capturaron la imaginación de la audiencia de la época y demostraron una vez más que el cine de ciencia ficción ha estado siempre a la vanguardia de los avances en efectos especiales. Pero la clave por la que La guerra de las galaxias pasó a la historia como el primer gran blockbuster, donde el estreno de la película se vio rodeado de un torbellino mediático y una estrategia de marketing viral que conjugaron cientos de formas en las que la peli traspasaba la pantalla para convertirse en todo un fenómeno social, donde el merchandising y los juguetes, de los que George Lucas mantuvo los derechos, supusieron casi tanto beneficio como la taquilla, que a su vez se alimentó enormemente de esta estrategia mediática.

El estreno de La guerra de las galaxias cambiaría para siempre la historia del cine de ciencia ficción.

La guerra de las galaxias era, sin embargo, una historia un tanto más antigua, y el sustrato de inspiración del que bebía no era otro que la ópera espacial de los seriales de Flash Gordon y Buck Rogers que habían arrasado en los años treinta. Incapaz de conseguir los derechos de Flash GordonLucas había creado una historia original que era capaz simultáneamente de despertar la nostalgia por aquellos seriales viejos como la imaginación de los jóvenes y niños con sus efectos especiales punteros y su directa y sencilla historia de aventuras, una de las claves de su éxito. El impacto de la estrategia mediática de La guerra de las galaxias, junto con su revitalización de la ópera espacial más fantástica supuso una punzada en el corazón de las tendencias experimentales e intelectuales de la ciencia ficción del momento. Aunque algunos de los ejemplos que hemos mencionado antes siguieron siendo estrenados, la industria se lanzó a la carrera atropellada de repetir el éxito desenfadado y fascinante de La guerra de las galaxias, que despertó una oleada inmensa de imitadores que tan solo en esta década incluyeron delirios pulp como Star Crashchoque de galaxias (Luigi Cozzi, 1978) o El abismo negro (Gary Nelson, 1979), la resurrección de una de las inspiraciones de Lucas en Buck Rogers: El Aventurero del espacio (Daniel Haller, 1979) e incluso una aventura de James Bond en la Luna en Moonraker (Lewis Gilbert, 1979).

Atrás quedaron los tiempos de especulaciones filosóficas, distopías superpobladas y paranoias conspirativas, el ocaso de la década vio por el contrario el advenimiento de una ciencia ficción mucho más espectacular, desenfadada y directa, donde la aventura y el entretenimiento se impusieron a la metafísica y el suspense. Un interesante puente de estas dos tendencias es la formidable Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977), que recombinaba ciertos aspectos de la paranoia ufológica y la conspiración política con una trama finalmente optimista sobre el contacto con vidas inteligentes de otros planetas, dando las primera claves de una tonalidad afectiva juvenil y esperanzadora que no solo marcó el cine de Spielberg desde entonces, sino que determinó toda la ciencia ficción audiovisual de los años siguientes.

Sin embargo, 1979 nos dejó dos obras un tanto inclasificables y a contrapelo de la tendencia que acabaría por tomar control de las franquicias que ambas inauguraron. De la remota Australia, núcleo de multitud de ficciones postapocalípticas, llegó la increíble Mad Max. Salvajes de autopista (George Miller, 1979), una película que había sido inspirada por la crisis del petróleo de 1973 pero que rápidamente sería coaptada por las estrategias del blockbuster y dejaría su tono distópico y cruel atrás. El otro ejemplo, también en parte en las tendencias más pesimistas e intelectuales de la época, se ha convertido sin embargo en una de las películas más celebradas de la historia del género. Se trata de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979), el asfixiante relato de terror en el que los tripulantes de una nave espacial se enfrentan al depredador definitivo, un alienígena de aspecto oscuro y viscoso que se esconde en los intestinos industriales de la nave al que enfrentará la icónica Teniente Ripley, interpretada por Sigourney Weaver, en uno de los duelos más emblemáticos de la historia del cine. Alien, el octavo pasajero sería el ejemplo feliz de cómo la transición de la ciencia ficción desde los enclaves de la paranoia y la distopía hacia un cine mucho más optimista y rimbombástico no necesariamente implicaba una pérdida de calidad. Buena parte de cómo se negoció el legado de los años setenta tuvo que ver en cómo se produjo, de forma un tanto abrupta, esta transición tan enconada. Pero atrás había quedado una década con una identidad definida y unas tendencias claras, algo que simple y llanamente no había existido en la ciencia ficción audiovisual desde los años cincuenta. Es por ello por lo que esta era quedó para siempre en la historia del cine de ciencia ficción como una etapa especialmente extraña y pesimista, pero siempre igual de fascinante.

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