Valley of the Gods
Liberen la tierra, la gente indígena y la explotada

País: Polonia
Año: 2019
Dirección: Lech Majewski
Guion: Lech Majewski
Título original: Dolina Bogów
Género: Drama, Fantástico
Productora: Royal Road Entertainment, Angelus Silesius, Domino Film
Fotografía: Lech Majewski, Pawel Tybora
Edición: Eliot Ems, Norbert Rudzik
Música: Jan A.P. Kaczmarek
Reparto: Josh Hartnett, John Malkovich, John Rhys-Davies, Bérénice Marlohe, Keir Dullea, Steven Skyler, Joseph Runningfox, Jaime Ray Newman, Marek Probosz
Duración: 131 minutos
Festival de Sitges: Noves Visions (2020)

País: Polonia
Año: 2019
Dirección: Lech Majewski
Guion: Lech Majewski
Título original: Dolina Bogów
Género: Drama, Fantástico
Productora: Royal Road Entertainment, Angelus Silesius, Domino Film
Fotografía: Lech Majewski, Pawel Tybora
Edición: Eliot Ems, Norbert Rudzik
Música: Jan A.P. Kaczmarek
Reparto: Josh Hartnett, John Malkovich, John Rhys-Davies, Bérénice Marlohe, Keir Dullea, Steven Skyler, Joseph Runningfox, Jaime Ray Newman, Marek Probosz
Duración: 131 minutos
Festival de Sitges: Noves Visions (2020)

Harnett y Malkovich coronan una rareza artística e hiperbólica con mitos Navajo. Una parábola de lo absurdo del capitalismo: su drenaje de naturaleza e indígenas, el hastío del creativo mercantilizado, el amor muerto por rutina y la futilidad del dinero.

Esta obra choca tanto como embelesa y, sin duda, capta la otra cara del festival de Sitges. Pues el evento más reputado del género cada vez cuenta con más presencia de obras de terror en los que la suspensión de la realidad no siempre es evidente: a veces lo onírico, lo imaginado por los personajes o lo alucinatorio sirve de pase a la cotizada y cuidadísima selección. Pero lo de Valley of the Gods (Lech Majewski, 2020) es cien por cien fantasía pura. No es de extrañar que en su producción se haya visto implicado el artífice de la también seleccionada este año —pero en calidad de competidora oficial— Mosquito State (Filip Jan Rymsza, 2020). Esa atmósfera insólita se ve sostenida, por una parte, en la tradición oral de la mitología Navajo, como vínculo con la reivindicación del cuidado al obrero, al creativo, a las personas y a la Madre Tierra. Y por otro, se apoya en escenas casi de dibujos animados que ilustran la exagerada obscenidad del derroche millonario. Todo ello con las rojizas rocas del desierto norteamericano por testigo y co-protagonista: el valle, en este caso, no es un agente pasivo, sino que, mágicamente, participa también de la acción.

Todo en esta película es exagerado y narrado mediante un realismo mágico. El filme ya arranca de manera sorprendente con un Josh Harnett, escritor en plena crisis creativa, motivacional y existencial, arrastrando un escritorio de dentro de su vehículo para acomodarse ante un sol de justicia a escribir, pluma en mano, en pleno desierto vermellón. Su personaje, además de constituir un elemento de metaescritura en la pieza, quiere reivindicar el poder que se encuentra en las manos de las personas creativas. Y lo importante que es que quien escribe sepa elegir bien si adentrarse en la luz o en la oscuridad.

John Malkovich en una captura de Valley of the Gods.

En el lenguaje cinematográfico, solemos asociar lo luminoso y exterior a la verdad. En una historia tan llena de fantasía e hipérbole, quizás deberíamos matizar eso: digamos que, las almas —o las actitudes— auténticas, se nos muestran bajo el sol. Su luz se adjudica a los nativos, que se muestran tal y como son, sin dobleces, luchando por conservar sus creencias y tradiciones y comunión con la naturaleza, como muestran los rituales y los mitos aquí narrados. Parte legado y parte metáfora de lo que les espera a sus descendientes, que nacerán como una carga pesada para sus precarios padres y crecerán secos y duros como el entorno.

Mientras tanto, el hombre blanco y poderoso que les arrebata todo, cuya vida ha sido un constante acelerar, se arroja a las mayores perversiones y parafilias, en un paisaje en el que predomina el negro tétrico. Los rostros de quienes transitan ese espacio son deformados por haces de luces artificiales —todo es una farsa— en ángulos obtusos, planos aberrantes y giros drásticos de cámara en 360 grados, que aturden como ellos lo están en sus vicios. En ocasiones se delata un CGI muy de aventura gráfica, que resta sensación de cine, recordando a Sin City (Ciudad del pecado) (Robert Rodriguez, Frank Miller, Quentin Tarantino, 2005). Este recurso se centra sobre todo en la construcción de los más lujosos escenarios que rodean al magnate interpretado por John Malkovich, con un tenebrismo que rezuma la personalidad de su rol. Sensación magnificada cuando asciende a su hábitat, reproduciendo ese camino angosto y vertiginoso hacia su frío hábitat, que reconoceremos de Nosferatu (Friedrich Wilhelm Murnau, 1922) o Drácula (Francis Ford Coppola, 1992), los más fieles al viaje en carruaje con que Bram Stoker manda a los incautos, acantilados arriba, hacia el castillo del vampiro.

Josh Hartnett.

Y es que este millonario encarna el capitalismo voraz que deja la tierra exangüe. Completamente seca. De ahí, también, la localización en el desierto.¿Puede haber alguien más malvado que aquel que monopoliza el uranio —con los fines que tiene eso—, explotando a los locales en su explotación minera? ¿Que la serpiente cornuda del desierto, plasmada en su limusina, que envenena el suelo que recorre? Son continuas y evidentes las muestras de colonización capitalista en el entorno indio, en forma de marcas de refresco y la corrupción que comporta el consuelo desesperado en el alcohol, único desfogue ante la explotación a que el hombre blanco les ha sometido; a su tribu y a su medio natural. Pero no es el único ámbito en el que este onírico filme denuncia las acciones de espolio y explotación.

Como demuestra el magnate interpretado por John Malkovich, tenerlo absolutamente todo puede volverte igualmente desapasionado.

La Madre Tierra, desecada y literalmente madre, como se nos muestra en un curioso apareamiento, con esa trascendencia intrínseca a la mitología Navajo, alumbrará seres con deshidratación acuciante, a su imagen y semejanza, principalmente a causa del hombre blanco. Pero recuperará su espacio en ausencia de estos. La extravagancia de quien todo lo tiene le lleva a coleccionar, amasar, no solamente un dinero que gasta por aburrimiento porque nada le aporta nada: entre sus caprichos pasajeros se encuentra un pastiche de cúpulas y fontanas clave en la historia de la arquitectura (y del cine, pues hasta hay una cierta evocación a la Ekberg). Un adueñarse de lo estético y del patrimonio artístico ajeno que no se detiene en lo material, sino que se extiende a las personas en sí. Sea una mujer hermosa cuidadosamente seleccionada mediante castings para, total, transformar su imagen por completo de acuerdo con los caprichos del poder; sean incluso artistas de carne y hueso y no solamente su obra.

Fotograma de Valley of the Gods.

Los cánticos, leyendas y danzas indias contrastan con aquellos ritos que supuestamente elevan el espíritu de quienes moran en el primer mundo: quienes han llevado su pasión por un deporte, un baile, las artes plásticas, o la música a la excelencia, a menudo se convierten en esclavos de ese hábito cuando se vuelve lucrativo. Cuando el rico aburrido de la vida puede meterlo en sus jaulas lujosas para su uso y disfrute. Los ritualistas forman parte de un zoo humano en el que permanecerían incluso si pudieran salir. Porque igual ya no saben vivir de otra manera. Es inevitable pensar en aquella frase de Confucio —«si trabajas en lo que amas, no trabajarás un día en tu vida»— totalmente desvirtuada en países como el nuestro, en el que el emprendimiento puede llevarnos a aborrecer aquello que fuera nuestra pasión. Y como demuestra el magnate, tenerlo absolutamente todo puede volverte igualmente desapasionado. Y arrastrar tu ego a formas de glorificación mediante rituales mucho más nocivos. Incluso fatales.

El entorno abusado y desecado es un reflejo de las almas de quienes conforman nuestra sociedad meritocrática, competitiva y consumista. Esta película hace sonoro hincapié en lo nocivo de este sistema en diferentes niveles, pero sobre todo en el que atañe a las artes que, siendo lo más representativo del alma humana, han sido totalmente monetizadas y enjauladas. Hasta el punto de ser despojadas de razón de ser si no redundan en beneficios económicos: para muestra, su aparente prescindibilidad en esta llamada «nueva normalidad» frente a otras formas de reunión mucho más arriesgadas a las que, sin embargo, sí se les ofrecen vías para que sigan llevándose a cabo. Formas de consumo (centros comerciales) y producción (metros y buses atestados de trabajadores) mucho más prioritarias. Carentes del mismo efecto sanador que las artes proporcionan a nuestra identidad primitiva, individual y social. A nuestras relaciones. Nuestra psique.

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SITGES FILM FESTIVAL 2020

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